miércoles, 16 de octubre de 2013

Rutina revalorizada.


Son luces que se apagan cada vez que me giro. Intento no darme cuenta. Disimular mi disgusto al ver que no quieren ver mi sonrisa. Vives a miles de kilómetros.
Creo que cogiendo un coche tardaría 16  horas en poder verte. Si viajara sin parar. Sin mirar a esas luces que se apagan.
Cada día que te despiertas te alejas de mi. Desayunas en otra taza. Te enfadas en otro idioma. Ríes con mil acentos.
No podría entender tus discusiones. Me mantendría a tu lado sin más pretensión que convencerme de que no te pierdo. Pero no podría abrazarte.
Todas las noches tengo algo nuevo que contarte. Paso los días tratando de no pensar que no puedes escucharme. Anochece y se acaban mis coartadas. Estoy sola en la oscuridad, en el silencio de tres respiraciones que no son la tuya. Y te susurro lentamente: Buenas noches, reza.


domingo, 13 de octubre de 2013

Retar al recuerdo.

Nunca entenderé porqué decidió dejarnos vivir. Era 18 de marzo de 1955. Todos los días de nieve recuerdo aquella sensación de impotencia. Incluso ahora desde mi habitación, sentado en este viejo sillón que me regaló la histérica mujer de mi hijo Jack, lloro.
 Peggy dice que algún día tengo que ponerme a escribir. Si hoy lo hago es porque ayer recibí la carta de una joven, Susan Myferd, decía el remite. Según cuenta, con una brusca caligrafía, es la hija de Eugene. Me informa del fallecimiento de su padre a causa de una repentina pulmonía.
Es la primera noticia que recibo de mi querido amigo desde esa primavera de 1955 cuando nos despedimos en el aeropuerto de Nueva Zelanda.
La misión era fácil y sencilla. Debíamos llegar a la base de McMurdo el 20 de enero de 1955. Teníamos que seguir con la construcción de las instalaciones de la base. El lugar aún era pequeño. Ahora supera con creces cualquier cosa que en esa época pudiéramos habernos imaginado.
Residíamos en una de las primeras construcciones: el centro de maniobras. Era una construcción bastante sólida. El jefe de escuadrón había determinado que los viernes sería el día de descanso. Se decía que de pequeño había tenido una mala experiencia con los catequistas de su pueblo. Es el ateo menos convencido que he conocido nunca.

Ese viernes muy de mañana se nos había encargado a Eugene y a mi ir a por un nuevo cargamento que la familia de Joseph había hecho llegar por el día de su cumpleaños. No sé exactamente porqué pero lo enviaron a la base Scott, de Nueva Zelanda, tal vez se debió a un error burocrático. La base estaba a apenas unos 10 kilómetros del Centro de maniobras. Llegamos sin problema y recogimos tres cajas más  o menos del mismo tamaño. Cargamos el trineo y nos despedimos del guardia neozelandés. Cuando salimos de ahí la niebla había bajado y no se veía bien. Eugene y yo fuimos cantando "Mister Sandman". Comenzamos a jugar. Nos habíamos levantado con tiempo de sobra. Cuando los demás estuvieran sentándose al desayuno ya habríamos llegado. Cogí las correas de los perros y comenzamos a hacer dibujos en la nieve. Escribimos nuestros nombres como mejor pudimos. Nuestras carcajadas debían oírse en la base Scott o eso pensábamos. Nos habíamos desviado unos cuarenta grados de nuestra ruta desde hacia unos quince minutos y eso, en nuestro querido desierto helado, significaba mucho.
Un golpe brusco desestabilizó el trineo y caímos sobre el duro hielo. No veíamos nada. El trineo comenzó a dar vueltas sobre sí mismo y las correas no mantenían enganchados a él. Se fueron enroscando a nuestro alrededor. Apretaban, me costaba respirar.
Recuerdo bien esa sensación. Aún no teníamos miedo. Cuando el trineo por fin frenó. Nos encontramos en una zona de nieve blanda. Delante  de nosotros, a unos poco metros, se abría el océano. Negro y vacío. Sin movimiento. Empezamos a gritar. Cada vez gritábamos más fuerte. Ni siquiera nos llegamos a mirar,  sólo gritábamos. Nada tenía sentido.
De golpe, nos callamos. No podía ser real. Se habían puesto delante de nosotros, eran unos seis. Tenían la respiración entrecortada. Eran enormes. Al poco, uno a uno, fueron desapareciendo de nuestro campo de visión. No nos quedaba saliva que tragar. Empezamos a oír como gemían nuestros lobos. De pronto, mis oídos eran capaces de oír cada roce de su piel contra las correas de los lobos, cada choque de sus dientes con los huesos que se rompían. Eugene estaba paralizado y sus ojos llenos de lágrimas. Pasó mucho tiempo y solo uno se quedó delante de nosotros. El más grande.
El frío ya no nos dejaba ni tiritar. Mis manos estaban paralizadas y llenas de cortes. Al principio cuando el sol aún iluminaba este blanco desierto intenté desasirnos de las correas pero eran demasiadas y la presión fuerte. Cada movimiento tenía que calcularlo y disimularlo. No quería despertar ningún nuevo estimulo en nuestro observador. Sus ojos se mantuvieron mirándonos durante lo que me parecieron horas. Tenían ese brillo que deja la melancolía como vestigio de tiempos mejores. El silencio al que obliga el terror hizo que nuestra comunicación fuera nula. Era como estar solos en la mejor compañía.  Eugene pese a las lágrimas le sostuvo la mirada sin parpadear, como intentando transmitirle algún mensaje. Los lobos que habían sobrevivido aullaban malheridos. El resto ya se habían ido. Había sido un ataque frontal. Rápido e imprevisto. Las botellas de cerveza de una de las cajas se había roto inundando los huecos que se habían formado a nuestro alrededor. Como en la peor de las pesadillas la lógica estaba fuera de lugar. Fue como si aparecieran de la nada.
Llegué a olvidarme de todo y me dormí. ¿Qué  importaba ya? No me apetecía estar ahí en ese último momento. Me imaginé a mi madre preparando el estofado de patatas y carne de cerdo. Mis hermanos jugaban en el salón sobre la manta de cuadros naranjas y verdes. Sonaba el timbre de la entrada y como siempre papá llegaba en el momento perfecto para poner la mesa mientras le contaba a mamá cómo había sido la mañana en el periódico. La casa seguía con goteras, papá lleno de tinta y la chimenea encendida... Empezó a hacer calor. Abrí los ojos incómodo. Su aliento nos daba en la cara. Se había acercado tanto que sus dientes eran lo único que podíamos ver. La noche llegaba cuando empezamos a oír el ruido de una sirena y de voces que se aproximaban. En ese momento se fue.

Semanas después Eugene y yo empezamos a hablar sobre ello. No parecía que hubiésemos vivido la misma situación. Eugene hablaba con afecto y agradecimiento. 'Se quedó para hacernos sobrevivir' repetía todas las mañanas al despertar. Después de todos estos años...Hoy, escribiéndolo,  no volveré a llorar cuando nieve.
Perdimos el conocimiento antes de que el grupo de salvamento llegara. Pero estoy seguro de que se quedó en la distancia para asegurarse de que llegábamos sanos y salvos.

Nunca entenderé porqué decidió dejarnos vivir.