Como cada lunes, mi Principito, me esperaba con churretes de chocolate. Se tomaba la merienda a todo correr al llegar casa. Poco después, llegaba yo con un libro bajo el brazo o entre mis apuntes del conservatorio...
-¡Hola Blanca!- su saludo era algo maravilloso. Siempre sonriendo aunque lo último que le apeteciera fuera leer...
Tuvimos nuestra época poética. Versos octosílabos. Leíamos a Quevedo, su favorito. Repetía ya de memoria muchos de sus versos.
Hubo tardes en que lo único que hacíamos era reírnos intentando decir trabalenguas o buscando palabras entre los lomos de los libros de la estantería. Posiblemente eran las clases más productivas de todas...
Ahora ha pasado el tiempo y ya no cruzo a la acera de enfrente tres veces por semana. Ya no desciframos palabras extrañas ni leemos Roald Dahl, pero me sigue saludando con la mejor de las sonrisas, pase el tiempo que pase y crezca lo que crezca.